Papéis Roubados #9

Juan Goytisolo

A propósito de Sussurros, o grande livro de Orlando Figes recentemente lançado em Portugal (ver aqui e sobretudo aqui), tem sido comentado o papel da denúncia como factor indispensável no lançamento e na conservação dos regimes pesadamente autoritários. Neste artigo tão extenso quanto notável,  Juan Goytisolo ensaia uma aproximação entre a rede de denunciantes estabelecida pela Inquisição espanhola e aquela que se tornou factor essencial de funcionamento da máquina repressiva estalinista, ambas transformadas em factores de uma espécie de «concurso nacional»: «Todos participam nele, por decreto e estímulo do poder: vizinhos, colegas, parentes, delatando-se uns aos outros, desmascarando, assentindo, votando ou fechando os olhos e tapando as orelhas para não ver nem ouvir, para não saber que o mal triunfa e, dessa maneira, abrindo-lhe o caminho». Goytisolo associa também esta prática insidiosa à difícil condição do escritor em sociedades povoadas por legiões de denunciantes.

Literatura y poder
Juan Goytisolo

El País, 18/12/2010

En el periodo de turbulencias que sacudían el califato omeya, el soberano envió a la mezquita de Kufa – semillero de disputas teológicas e interpretaciones distintas del libro de la revelación coránica – la siguiente advertencia: «Esta noche un tirano / sembrará el terror. / No será camellero / ni pastor / sino un carnicero / presto al tajo».

Los asfixiantes poderes autocráticos que se suceden a lo largo de la historia de las diversas civilizaciones del planeta, fundados siempre en el miedo y la humillación de los seres humanos, inspiraron al gran escritor egipcio Gamal El Guitani las figuras contrapuestas, pero complementarias, de Zayni Barakat, el personaje que da el título a la novela (1), y de Zacarías Ibn Radi, servidores ambos del sultán El Guri. Mientras la «filosofía» de Ibn Radi, regidor de un averno de suplicios y ejecuciones de los sospechosos de desafección al déspota, se resume en su reflexión de cancerbero

«El cruce del umbral de nuestras puertas debe ser para el prisionero un límite entre dos periodos. Su vida se ha de dividir en dos partes, de tal manera que cuando un individuo salga de aquí, no habrá cambiado de nombre sino de alma»

su colega Zayni preconiza métodos más sutiles que el tormento, como el de la utopía del mundo virtual en el que hoy habitamos

«Yo ya veo el día en el que el gran jefe de los espías podrá examinar la vida entera de una persona (…) Y, no sólo lo que es visible, sino también sus deseos, sus sueños, sus inclinaciones (…) De manera que podríamos predecir lo que va a hacer un individuo al llegar a la edad adulta (…) ¡Obremos juntos para alcanzar la conversión de la humanidad al espionaje!»

Los archivos del Santo Oficio y de la policía soviética que examinamos a continuación responden a la vez a la brutalidad sin límites de Ibn Radi y al sistema de delación y escrutinio de Zayni. “Si alguien suspiraba de diferente manera que el resto de los vecinos”, dice este último, él “se enteraba inmediatamente”. En resumen, un ojo omnividente y un oído que todo registra y capta.

En la época de los arrestos masivos de 1937-1939, un miembro de las juventudes comunistas, Pávlik Morózov, denunció a su padre en razón de sus ideas contrarrevolucionarias. Éste fue inmediatamente fusilado y el muchacho, erigido al rango de héroe de la patria, se convirtió en paradigma del hombre nuevo, del modelo digno de imitación.

El sueño de Zayni Barakat de una humanidad adepta del espionaje, en la que cualquiera que suspirara de modo distinto de los demás debía ser denunciado, cuajó en una siniestra realidad. La delación generalizada de vecinos, conocidos, amigos e incluso familiares próximos adquirió un valor ético tanto en la época de la Inquisición establecida en Castilla por Isabel la Católica como en la Rusia de Stalin. Los archivos del Santo Oficio, como los del KGB, rebosan de documentos de toda índole sobre esa actividad promovida y ensalzada por las autoridades religiosas católicas y las del régimen soviético. Un cotejo de unos con otros resulta esclarecedor: los libros de Juan Antonio Llorente, Serrano y Sanz, Amador de los Ríos, Américo Castro, Sicroff, Domínguez Ortiz, Caro Baroja, Gilman y Jiménez Lozano reproducen una masa de documentos muy similares a los expuestos en la trilogía de Vitali Shentalinski (2). Las palabras proferidas contra el camarada Stalin por un oscuro escritor en estado de embriaguez indujeron al dueño de la casa en donde fueron pronunciadas a informar inmediatamente de ello a la Unión de Escritores y, a través de ella, a la policía política e ideológica de la URSS.

En junio de 1525, el suegro de Fernando de Rojas, Álvaro de Montalbán, fue detenido por los alguaciles del Santo Oficio y encarcelado en sus calabozos. Su expediente de sospechoso de judaísmo se remontaba a cuarenta años antes. Montalbán había sido «reconciliado» tras una confesión seguida de propósito de enmienda, pero su expediente le siguió como una sombra. Forzado a vivir con cautela, sabía que los ojos y oídos de los centinelas de la fe y de su cuadrilla de delatores le acechaban de día como de noche. Un simple descuido podía volverse en contra de él y así sucedió como nos cuenta Stephen Gilman en La España de Fernando de Rojas.

En el curso de un viaje a Madrid para visitar a sus familiares, al final de un almuerzo campestre en los jardines de Leganés en el que se comió y bebió en una atmósfera sosegada, Montalbán respondió a las palabras del denunciante sobre lo efímero de los goces mundanos en comparación con los de la vida eterna con un «acá tuviese yo bien, que allí no sé si hay nada». Al recordatorio del testigo de que la creencia en el cielo era un artículo de fe, el suegro de Fernando de Rojas persistió: «Disfrutemos aquí, que nada sé de lo que hay después». El denunciante, tomando por testigo al párroco de la iglesia de San Ginés allí presente, cortó la conversación con un «ojalá no hubiese oído esto porque es herejía y me veo obligado a declararla». Aunque Montalbán fue condenado a cadena perpetua, los dineros procurados por sus próximos a los señores inquisidores transmutaron la sentencia en arresto domiciliario de por vida.

La disimilitud existente entre el Santo Oficio y el NKVD estriba en que, a diferencia del primero, éste no se dejaba corromper. Con todo, el mecanismo seguimiento-denuncia-registro-detención-interrogatorio con tortura o sin ella-sentencia es idéntico.

Al escarbar en las reconditeces del propio pasado para dar muestras de sinceridad y buena fe a los comisarios inquisidores, los Bábel, Bulgákov, Mandelshtam, etcétera, seguían sin saberlo las huellas de infinidad de compatriotas nuestros. En 1535, Álvaro de Montalbán se acusaba a sí mismo de haber omitido en su confesión de décadas antes el haber pronunciado por descuido unas palabras contrarias a los artículos de fe católica, y otra parienta de Fernando de Rojas hizo lo mismo tras decir en voz alta en su propia casa otras de similar contenido. Ante el temor de haber sido escuchada por sus vecinos y denunciada por ellos, había corrido a autoinculparse a los consultores del Santo Oficio:

«Yo Ysabel López, muger que soy de Francisco Pérez, digo que no mirando lo que dezía ni creyendo que errava dixe las palabras siguientes -en este mundo no me veas mal pasar que en el otro no me verás penar-, y esto digo que lo dixe por manera de refrán que se suele dezir».

En su declaración ante aquellos admite su linaje “manchado”, en el que figuran los Montalbán, «convertidos de judíos». El tropel de delatores que ejercía de policía antropológica de los cristianos nuevos había sumido a éstos en un permanente estado de afrenta, angustia y ansiedad. Cualquier imprudencia o lapsus lingual podía acarrear su ruina.

La hoja de servicios de los chivatos que suministraban informes verdaderos o falsos a los señores inquisidores, ya por razones doctrinales, crudamente pecuniarias o de envidia profesional a los acusados (tal fue el caso de fray Luis de León), así como la de simples cizañeros y correveidiles, abría muchas puertas en la sociedad española de la época.

Había vecinos que invitaban amablemente a los descendientes de judíos a compartir con ellos una lonja de tocino y escudriñaban sus movimientos los sábados. El árbol genealógico de los conversos era la comidilla de los pueblos. Los malsines no conocían horas de descanso. El sueño del protagonista de Gamal El Guitani que da el título a su novela se cumplía a la perfección y era la antesala de las mazmorras de su colega Zacarías Ibn Radi. El desahogo del antihéroe de Mateo Alemán contra quienes

«llevando y trayendo mentiras, aportando nuevas, parlando chismes, levantando testimonios, poniendo disensiones, quitando las honras, infamando buenos, persiguiendo justos, robando haciendas, matando y martirizando inocentes»

no puede ser más explícito. La cacería de sospechosos de desafección religiosa o ideológica se convirtió en la URSS como en la España de los Habsburgo en un concurso nacional:

«Todos participan en él, por decreto y estímulo del poder: vecinos, colegas, parentela, delatándose los unos a los otros, desenmascarando, asintiendo, votando o cerrando los ojos y tapando las orejas para no ver ni oír, para no saber que el mal triunfa y, por lo tanto, cediéndole el camino».

Trasladando las palabras de Vitali Shentalinski de Rusia a España, podemos decir también, a la luz de nuestra historia desde la monarquía absoluta a la muerte de Franco, que ningún enemigo exterior nos ha tratado tan mal como nuestros propios compatriotas.

En la noche del 16 al 17 de mayo de 1934 tres agentes de la OGPU irrumpieron en el apartamento moscovita de Osip Mandelshtam y, tras un minucioso registro, requisaron sus manuscritos en presencia de su esposa y de Anna Ajmátova, casualmente venida de Leningrado, antes de llevárselo preso a la jefatura de los Servicios Secretos. En el interrogatorio al que fue sometido, el poema sobre el camarada Stalin, leído semanas antes a algunos amigos por su autor, centró el interés del comisario instructor: es el famoso texto de «el montañés del Cáucaso» cuyos «bigotes de cucaracha ríen y las cañas de sus botas refulgen». Mandelshtam reconoce la autoría y se ve obligado a redactar la historia de las personas ante las que lo recitó. En ella figuran Ajmátova y su hijo Leo Gumiliov. Los instructores del expediente contaban con la preciosa ayuda de delatores cercanos al círculo de amigos del poeta y de esos colegas mediocres, oportunistas y envidiosos que pululan en el Parnaso desde tiempos inmemoriales.

El juicio de Mandelshtam parece listo para sentencia -la ofensa al camarada jefe no merece perdón ni conmiseración algunos- pero la valiente intervención de Pasternak -su llamada telefónica a Stalin- le salva la vida. Mandelshtam fusilado, piensa éste, sería más dañino que atrapado sin remedio en la telaraña de los servicios secretos. El poeta será condenado tan sólo a tres años de exilio y, de vuelta a Moscú en 1937, detenido de nuevo y enviado a reeducarse a los campos de trabajo de Vladivostok y Kolyma. Su viuda, Nadiezhda, nos ha dejado un emotivo testimonio de su muerte lenta en 1940. Vitali Shentalinski reproduce la misiva desesperada que aquélla envió a Beria suplicándole su mediación y a la que el temido comisario no se dignó contestar.

Los escritos de contrición dirigidos a Stalin constituyen un verdadero género literario: el ansia de alcanzar el perdón de los pecados cometidos contra el amo y árbitro de vidas y haciendas es idéntica a la expresada por los sospechosos de herejía a los guardianes del dogma católico cuatro siglos antes. El poder absoluto del dios del Kremlin fascinaba a sus víctimas. Mandelshtam, como Ajmátova, Bulgákov y Pasternak, no escapaban a dicha angustiada idolatría.

Como decía en 1663 Antonio Enríquez Gómez, autor de Vida de don Gregorio Guadaña, novela precursora -por la invención de la memoria intrauterina del héroe- de Tristram Shandy, Bras Cubas y Cristóbal Nonato extinto por judaizante en una cárcel secreta del Santo Oficio:

«Ese tribunal es peor que la muerte, pues vemos que ella tiene jurisdicción sobre los vivos, pero no sobre los muertos».

La opresión religiosa de la España inquisitorial y la ideológica al servicio del estalinismo se dan la mano: las incontables actas de los archivos del Santo Oficio son la mejor prueba de ello.

En 1965, durante mi primer viaje a la Unión Soviética respondiendo a la invitación de su Unión de Escritores, un compatriota de mi edad, ex-«niño de la guerra», me habló de la expectación suscitada por la publicación próxima de una novela de Mijaíl Bulgákov. Confieso que era la primera vez que oía el nombre de este autor sepultado en el olvido desde hacía décadas. Dicha expectación en torno a un manuscrito que acumulaba pacientemente el polvo desde el fallecimiento del escritor revelaba la admiración secreta de muchos por un dramaturgo cuyas obras habían dejado de representarse desde los años treinta. La literatura era entonces el refugio de quienes se resistían al adoctrinamiento forzoso del poder, a lo que el gran fisiólogo Pávlov denominaba «la inoculación en la población del reflejo condicionado de la sumisión del esclavo»: para adquirir un poemario de Anna Ajmátova autorizado meses antes de mi viaje, centenares de personas habían hecho cola toda la noche ante la puerta de la librería estatal que lo distribuía. Ser escritor en Rusia, decía Bulgákov citado por Shentalinski, es tener vocación de héroe. Y el autor de El maestro y Margarita lo fue para dicha de cuantos leímos y releemos su obra maestra.

La relación de los documentos y cartas, confiscados primero y custodiados después en los archivos del KGB, nos permite trazar una singular biografía de los poetas, escritores y artistas cuyos sumarios compendian los datos biográficos, relaciones literarias e ideas políticas necesarios para su vigilancia y control.

El hilo de la trama que envuelve a Bulgákov empieza en fecha tan temprana como 1925 con su propia y humorística descripción del seguimiento de que es objeto por un individuo de la temible Cheka, y un año más tarde, con el informe oficial del registro e incautación de sus manuscritos, entre los que figura un diario titulado muy significativamente Bajo la férula. El 28 de marzo de 1930, Bulgákov envía una conmovedora y algo provocativa carta al Gobierno de la URSS:

«Apelo al humanismo de las autoridades soviéticas y ruego que, dado que soy un escritor que no puede resultarles útil en casa, en la patria, me dejen en libertad de forma magnánima…

Si resulta que todo esto que he escrito no fuera suficientemente convincente y me condenaran al silencio a perpetuidad en la URSS, ruego al gobierno soviético que me dé un trabajo…

Si esto tampoco fuera posible, ruego al gobierno soviético que disponga de mi persona como considere conveniente, pero que haga algo, porque yo, como dramaturgo que ha escrito cinco obras, famoso en la URSS y en el extranjero, me encuentro EN ESTE PRECISO MOMENTO en las puertas de la miseria, el desahucio y la muerte».

El 18 de abril del mismo año se produce el milagro. El dramaturgo recibe una llamada telefónica del Kremlin: ¡el camarada Stalin quiere hablar con él! Lo inesperado e increíble de la breve conversación, en la que el dueño de cuerpos y almas de la URSS se interesa por él y le promete un empleo, hizo dudar a Bulgákov de la identidad de su interlocutor. Telefoneó al Kremlin y recibió la confirmación de la llamada. Esta intervención de lo Alto conmocionó al escritor y sus sucesivas cartas de 1931, 1934 y 1938 dirigidas al «muy estimado Iosif Visarionovic», excelentemente editadas por Veintisiete Letras con un prólogo de Marcelo Figueras, reflejan como dice éste una mezcla de masoquismo y de fascinación. Bulgákov desea que Stalin sea su “primer lector” y le confía que su sueño de escritor es ser recibido personalmente por él. Abolido el poder divino del zar y de la iglesia ortodoxa, Stalin disponía de todos los atributos y facultades de ambos. Cuantos sufrían en el purgatorio de las cárceles y campos y temían su condena al infierno se dirigían a Él. Aunque Bulgákov no obtuvo el permiso de salida como Zamiatin, sino un trabajo menor, logró sobrevivir, como nos cuenta su viuda, a pesar del estado de angustia provocado por el temor a que le confiscaran el manuscrito de su novela. El maestro y Margarita fue impreso por fin en 1966, veintiséis años después de la muerte de su autor.

Al establecer una correlación entre el Santo Oficio y el OGPU-NKVD soviéticos no olvido claro está las diferencias existentes entre ambos en función de la época en la que desarrollaron sus actividades y de los principios que las sustentaban. La policía ideológica que encarnaban partía de bases antropológicas en el caso de la Inquisición creada para vigilar estrechamente a los judeoconversos mediante el escrutinio de sus palabras, costumbres y escritos. Su inquietud intelectual, producto de la constante presión a la que se hallaban sometidos, les inclinaba al racionalismo – «extravíos filosóficos», dirá Menéndez Pelayo – que va de Fernando de Rojas a Spinoza y Uriel da Costa tan bien estudiado por Revah, y a partir de Lutero, al protestantismo que se extendía por Europa desde mediados de siglo. La amenaza de este último acentuó dicha presión, en especial al retorno de Felipe II de Inglaterra y Flandes. La Inquisición disponía de una red de malsines y espías de oficio amén del común de las gentes: la delación era un deber patriótico y religioso a ojos del “cuerpo sano de la nación española” y los centinelas de la fe católica disfrutaban de consideración social, privilegios económicos y promociones en el escalafón eclesiástico y administrativo.

Por dicha razón, el estudio de muchos autores del llamado Siglo de Oro, dejando de lado el contexto en el que se desenvolvió su labor, me parece tan prejuiciado y a fin de cuentas tramposo como sería leer las obras de Ajmátova, Bulgákov o Mandelshtam omitiendo las circunstancias dramáticas en las que las elaboraron según nos revelan los archivos de sus acosadores expuestos en la trilogía de Shentalinski.

Como admite el propio Menéndez Pelayo, a raíz del proceso a los protestantes de Sevilla y Valladolid, las cárceles se llenaron de gentes. Centenares de ellos fueron quemados en la pira. Los libros y manuscritos eran tan temibles por lo que callaban como por lo que decían. El «cordón sanitario» evocado por Bataillon al comentar la orden de regreso a España de quienes estudiaban en Flandes y otros países contagiados de herejía, cerró nuestras fronteras a cal y canto. El roce con extranjeros resultaba sospechoso. Los que manifestaban inquietudes espirituales, en especial los de origen judío, eran sometidos a una estrecha vigilancia mientras se les incoaba expedientes por toda suerte de crímenes. Las numerosas referencias de la época a «los tiempos en que estamos» o «tiempos tan peligrosos y vidriados» resumen la atmósfera de temor y asfixia de quienes, como dice Gamal El Guitani en Zayni Barakat, suspiraban de manera distinta de la del resto de sus vecinos.

Durante mi estancia en la URSS conocí a dos de los personajes citados en la gran trilogía de Shentalinski: Aleksandr Tvardovski y Lili Brik.

El primero, premio Stalin de literatura y miembro del Comité Central del Partido, había sido denunciado no obstante como antisoviético durante los años del gran terror y, desde la muerte del dictador se esforzaba por abrir un espacio en el ámbito literario en el que los creadores pudieran respirar: la revista Novi Mir, a cuyas oficinas fui a visitarle con mi traductor. Tvardovski me recibió con gran efusión: era el primer escritor español posterior a la Guerra Civil que conocía y no adscrito además al PCE entonces clandestino. Me explicó los problemas que tenía con la censura y de pronto, sin que viniera a cuento, dijo que mientras estuviera al frente de la revista no publicaría una línea de Pablo Neruda. Le pregunté por qué y respondió: «Él sabía lo que ocurría aquí y, en vez de revelarlo, aplaudió todos los atropellos». Su mala conciencia de prócer de la nomenklatura le había convertido en un adicto al vodka. Temía el fin del deshielo de Kruschev y sus previsiones pesimistas se cumplieron. Novi Mir fue clausurado poco después y falleció tras este golpe final a la revista depositaria de sus esperanzas y anhelos.

Lili Brik, mujer del crítico Osip Brik y hermana de Elsa Triolet, la esposa de Louis Aragon, me fue presentada durante una visita a la Ópera de Moscú. Era una dama opulenta, vestida con ropas amplias, y en el palco que ocupaba se hallaba rodeada de una pequeña corte de jóvenes amanerados (los únicos que vi en la URSS). Entre sus numerosos amantes de juventud figuraba Mayakovski, de quien se consideraba la heredera espiritual después de su suicidio. Mientras de un lado combatía sistemáticamente a Ajmátova, a quien acusaba, en palabras de ésta, «de emigrada del interior», del otro escribía a Stalin lamentándose de la supuesta indiferencia de los medios literarios a la obra poética de su antiguo amor. A partir de ello, escribe Shentalinski, la crítica a Mayakovski se convirtió en un crimen contra la URSS.

Las ambigüedades y contradicciones de quienes medraron bajo el poder soviético -el Gorki denunciador de los atropellos sufridos por los intelectuales en la época de Lenin, exiliado en Italia durante siete años y defensor a su regreso a la URSS de Zamiatin, Bulgákov y otros autores acosados por la policía política se convirtió luego en un tótem de ojos vendados en la etapa final de su vida- son las de numerosos escritores y artistas que abdicaron de sus ideales para acomodarse a una existencia holgada e incensada por los turiferarios del poder. Los ejemplos de delatores voluntarios y de quienes Cernuda denomina «vientres sentados» abundan tanto en la URSS como en la España inquisitorial o la de Franco y no cabe citarlos aquí.

El proceso al arzobispo de Toledo, Bartolomé de Carranza, cuya fulgurante carrera le valió la enemistad y envidia de muchos colegas como el feroz inquisidor general Fernando de Valdés y el puntilloso teólogo Melchor Cano, es un buen exponente de los peligros que acechaban, sin distinción de jerarquías, a los que propugnaban un cristianismo más abierto a los aires foráneos en aquellos tiempos recios. Enviado por Felipe II a Inglaterra y Flandes para impugnar la herejía luterana, se le acusó a su vuelta a España de haberse contaminado con opiniones e ideas heterodoxas. La publicación en Amberes de su Catecismo cristiano fue el punto de partida de la batida teológica cuidadosamente montada contra él. Arrancado del lecho por los alguaciles del Santo Oficio y conducido bajo escolta a Valladolid, permaneció encarcelado ocho años y medio hasta su traslado a Roma por la insistente intervención del Papa. Sobre las condiciones de su detención dejo la palabra al autor de Historia de los heterodoxos españoles:

«Valdés se portó indignamente con Carranza, dándole por carcelero a un tal Diego González que, si hemos de creer cierto memorial de agravios del preso, se complacía en martirizarle lentamente. Puso candados en las ventanas de su aposento, quitándole la luz y la ventilación; le guardó no sólo con hombres, sino con lámparas, perros y arcabuces; le daba de comer en platos quebrados; ponía por manteles las sábanas de la cama; le servía la fruta en la cubierta de un libro; y, en suma, era tal el desaseo, que el cuarto estaba trocado en una caballeriza. Sin cesar le traía recados falsos y no ponía en ejecución los suyos; impedía la entrada a sus procuradores; se burlaba de él cara a cara con extraños meneos y ademanes, y de todas maneras le vejaba y mortificaba más que si se tratase de un morisco o judío».

Del «tal Diego González» nos da cumplida noticia José Jiménez Lozano en su libro Fray Luis de León. Licenciado e inquisidor del tribunal de Valladolid, desempeñó un papel esencial en el proceso incoado a los hebraístas salmantinos por su sañudo celo profesional y su odio antijudío:

«por ser Grajal y fray Luis notorios conversos, pienso que no deben querer más que oscurecer nuestra fee olverse, e olverse a su ley, y por esto es mi boto y parecer que el dicho fray Luis de León sea preso y traído a las cárceles del Santo Oficio para que con el fiscal siga su causa».

Mezcla de comisario soviético y jefecillo nazi, Diego González se distinguió por la crueldad – sería mejor decir sadismo – con que trataba a sus víctimas. Las conmovedoras misivas del maestro Grajal y de Alfonso de Gudial -caídos en la misma redada que fray Luis y Martínez de Cantalapiedra- sobre unas condiciones de detención muy semejantes a las que sufría «la hidra reaccionaria» descabezada en los años treinta del pasado siglo, fueron archivadas por los señores inquisidores y ambos perecieron en sus celdas. El ideal del verdugo de Diego González era el de ver al reo convertido en «un animal antropomorfo desnudo», como se describió a sí mismo siglos después un huésped de la Lubianka.

Lo acaecido a Isaak Bábel, autor de La caballería roja y de otros relatos publicados en los años veinte del pasado siglo, merece un capítulo aparte. Alejado voluntariamente de la literatura consagrada a la edificación del socialismo, vivió a continuación un largo periodo de ostracismo oficial similar al de otras grandes figuras de la literatura rusa (Bieli, Zamiatin, Ajmátova, Madelstam, Bulgákov, Pasternak, etcétera). Cuando se inició la segunda oleada del gran terror, su vinculación con otros sospechosos de desafección al régimen y sus viajes al extranjero le convirtieron en objetivo preferente de la Cheka. Como nos recuerda Vitali Shentalinski, los comisarios culturales de la época de Lenin y Trotski exigían ya que «todo escritor tuviese su sumario». Doce años después, los sumarios secretos de los creadores díscolos a ojos del poder afloraron a la superficie de los procesos. El interrogatorio de Bábel por los implacables comisarios del Pueblo se centra en sus viajes. Bábel conversó en Berlín con el menchevique Nikoláyevski, autor de la excelente biografía de Karl Marx que inspiró mi novela sobre el «padre del socialismo científico», y con el trotskista Borís Suvarin, expulsado de la URSS por la presión internacional que originó su arresto. Lo que interesa al comisario instructor son menos las charlas antisoviéticas que sus actividades de espía:

«Usted tuvo muchos encuentros con extranjeros, entre los que figuraban agentes de los servicios de espionaje. ¿Alguno de ellos intentó reclutarle? Le advertimos que el mínimo intento suyo de ocultar a la instrucción cualquier referencia a su actividad como enemigo será inmediatamente desenmascarado».

«En 1933, durante mi segundo viaje a París, el escritor André Malraux me reclutó para tareas de espionaje a favor de Francia».

«Precise qué tipo de información secreta quería recibir Malraux (…)»

El guión delirante del interrogatorio, en el que todo extranjero es espía, toda cita una «toma de contacto» y toda charla una transmisión de datos e informes secretos, parece extraída de una mala novela policiaca. Bábel no fue torturado con la brutalidad de Méyerhold descrita en su sobrecogedora misiva a Mólotov, reproducida por Vitali Shentalinski en su obra. Convencido de que con tormento o sin él acabaría confesando sus «crímenes», colabora con sus interrogadores en la redacción del sumario:

«Mi yo se escindió en dos personas. Una empezó a buscar los ‘crímenes’ de la otra, pero cuando no los hallaba se los inventaba. El instructor era eficaz, un colaborador ducho en estos asuntos, y juntos, a dúo, nos pusimos a inventar».

Más patética es la carta de Bábel a la atención del comisario del Pueblo de interior de la URSS en la que confiesa la devastación interior causada por sus concomitancias trotskistas, sus escritos alejados de los intereses de la construcción socialista y del lector soviético. Como hizo también el poeta cubano Heberto Padilla treinta años más tarde, en una deliberada parodia de las confesiones al NKVD, Bábel escribe:

«La liberación me llegó en la cárcel. Durante estos meses de encierro he reflexionado quizá más que en toda mi vida y he entendido muchas cosas. Ante mí han ido desfilando con una claridad estremecedora todos los errores y crímenes de mi vida, la corrupción y la podredumbre de todo cuanto me rodeaba, principalmente del círculo trotskista».

Con todo, al final de la instrucción, el reo se desdice:

«No soy culpable de nada, nunca fui espía, ni he realizado ninguna actividad contra la Unión Soviética. En mis declaraciones he mentido en mi contra. Les pido únicamente que me den la oportunidad de terminar mi último trabajo…».

El 27 de enero de 1940, Bábel fue ejecutado e incinerado en el crematorio de Moscú para borrar todas sus huellas. Días después serían fusilados igualmente Méyerhold y Kolstov, así como el feroz comisario de la Lubianka Yezhov, quien como aseguró en su mea culpa, «moriría con el nombre de Stalin en los labios».

Vuelvo a las palabras del enviado del califa Omeya a los revoltosos habitantes de Kufa y a la evocación de las estrategias policiales de Zacarías Ibn Radi y de Zayni Barakat en la novela de El Guitani. En el interrogatorio al que fue sometido tras su detención en los años del gran terror, Leo Gumiliov, hijo del gran poeta de este nombre ejecutado en 1919 y de Anna Ajmátova, resume ante sus jueces el contenido de su poema Ecbatana cuyo manuscrito le había sido confiscado por los agentes del NKVD:

«El argumento de esta obra es que el sátrapa de la ciudad de Ecbatana, Gorpag, muere. Como los habitantes no quieren llorar su muerte, el rey ordena que se exponga el cuerpo de Gorpag, pero los habitantes tampoco lloran. Entonces el rey ordena ajusticiar a cientos de ciudadanos, y después toda la ciudad llora».

(1) Zayni Barakat. Traducción de Milagros Nuin Monreal. Ediciones Libertarias / Prodhufi, Madrid, 1993.
(2)Vitali Shentalinski.
Esclavos de la libertad, Traducción de Ricard Altés Molina. Denuncia contra Sócrates y Crimen sin castigo, traducción de Marta Rebón Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. Barcelona.

    História, Olhares, Recortes.